lunes, 24 de marzo de 2014

Gravity. Un demiurgo contemporáneo

En sus recientes declaraciones sobre Gravity, Alfonso Cuarón afirma que Un condenado a muerte se ha escapado es el gran referente de su último milagro cinematográfico. Y es que, a pesar de la aparentemente irónica comparación entre la bressoniana historia de un encarcelado y la de dos astronautas en medio de una misión estelar, existe en ambos films un significado profundo que los hermana. Los muros de una cárcel nazi o la apabullante inmensidad espacial, ambos son, en el fondo, elementos de encierro de sus personajes, que se ven obligados a luchar contra las adversidades en una odiseica aventura sin retorno. Filmado a medio camino entre la narrativa paramétrica bordwelliana y la manifestación más sublime de la demiurgia de Kubrick, el viaje de los astronautas de Gravity tiene lo mismo de adrenalínico que de espiritual y metafórico.
Los obsesivos y preciosistas planos-secuencia con que Cuarón se enfrenta a su aventura galáctica, poseen tanta hermosura como significado. La cámara persigue a sus personajes, gira con ellos, es golpeada y sacudida en una especie de vals ritual que convierte al espectador en el tercer astronauta de la misión, en la que es la mayor experiencia sensorial fílmica que haya visto el ojo humano hasta el momento. A través de una suerte de megalómano hiperrealismo con ilusión de tiempo real, Cuarón consigue sublimar en sus imágenes la belleza en estado puro, y deja, en especial, dos místicas visiones para la posteridad en las que se encierra el significado último del film. Es a partir de esos dos momentos (la astronauta despojada de traje en posición fetal y los pies que andan como por primera vez) que Cuarón estructura su mensaje darwiniano sobre la evolución. Como el astronauta de 2001: Una odisea en el espacio, la científica de Gravity sufrirá una odisea vital, que es la odisea misma del hombre, en cuya lucha a corazón abierto contra la naturaleza (lo que en 2001 era la máquina) se convertirá en una criatura que se encuentra por encima de nuestra especie.

Sin embargo, donde Kubrick fue gélido, trágico y cerebral, Cuarón intenta adornar su historia con pinceladas de emoción que no acaban de encajar. En un deseo de ser tan espectacular como psicologista, el director mejicano dibuja a sus personajes con unos trazos demasiado gruesos, resultando en dos arquetipos escasamente convincentes (una mujer de justificaciones psíquicas algo fáciles y un hombre en que se encarna un extrañante humor marvelita). El hecho es que, como ya observamos en Hijos de los hombres, Cuarón funciona más cuando abandona a sus personajes a la deriva (sorprendente como rodó en su anterior film la muerte de dos de sus personajes) que cuando intenta extraer de ellos una emoción efectista. Llevando tal idea a su extremo, bien podría ser Gravity una película plenamente deshumanizada, cuyos protagonistas no fueran más que unas bressonianas tablas inexpresivas desprovistas de todo rasgo de personalidad. Porque la fuerza de su propuesta nace de la universalidad de un significado simbólico que se construye a partir de las imágenes y que va más allá de cualquier especificidad psicológica. De tal afirmación surge la paradoja final de la película: blockbuster demiúrgico falto de cierta marca autoral, que adquiere a su vez las formas casi minimalistas de un cine que devuelve a la imagen toda su fuerza de significado autónomo. Imágenes que Cuarón concibe como creadoras de realidades más grandes que la vida misma, en las que esgrime una épica visual grandiosa que no puede ser de este mundo. 

Caníbal. El deseo del caníbal


En el libro Obsesión es Buñuel Antonio Castro afirmaba que el cine del director aragonés era “un cine de la imposibilidad de consumar actos”. Los deseos frustrados de aquellos personajes, de carácter obsesivo y enfermizo, se veían transmutados en tendencias necrofílicas y soluciones onanistas. Ambas propensiones se encarnan en la nueva y fascinante criatura surgida de la última obra de Manuel Martín Cuenca: ese sastre metódico, puntilloso e impasible que asesina a mujeres para devorarlas después. Como los oscuros protagonistas de Él o Belle de jour, el Carlos de Caníbal observa desde el silencio los movimientos de sus víctimas en esa especie de fiebre onanista citada. Pero el director andaluz va más allá y propone la idea de la fagocitación caníbal como sublimación última del deseo malogrado de su protagonista (cuya atracción por las mujeres que asesina, por motivos que no nos son revelados, no puede ver satisfecha), derivando en una inquietante y buñueliana asociación entre sexo y muerte. La frustración del sastre de Caníbal surge de un miedo incontrolable hacia el objeto de deseo que es la mujer. Por ello, la obra presenta el asesinato como única forma de superar ese temor a una feminidad a la que se anhela a la vez que no se comprende (tema que parece haberse convertido ya en una constante en los films presentados en el festival).
En relación con el tema de la mujer y su visión en San Sebastián, cabe hablar de nuevo (tras la magnífica y delirante Enemy) de la dualidad en el film entre la rubia y la morena. La elección por parte de Manuel Martín Cuenca de presentar en su película a dos hermanas caracterizadas por tal contraposición, y de escoger a la misma actriz para interpretar ambos papeles, hace necesario hablar de la Laura Palmer y su idéntica y morena prima en Twin Peaks. Como ya podemos entrever al recordar la obra de Denis Villeneuve, la figura de la rubia encarna en Caníbal al personaje fantasmal, a la muerta, a la mujer que queda en el mundo de las ideas y por la que se siente un deseo que nunca se puede ver satisfecho. La morena, por su lado, que en esta ocasión adquiere los rasgos idénticos de la anterior, se convierte en una especie de retorno de la mujer deseada (esa que provoca tanta confusión al James de Twin Peaks) con la que por primera vez el amor es posible.

De alguna forma, Caníbal nace de la interrogación de cómo enfrentarse a la figura del psicópata tras la complejidad psicológica expuesta en la serie Dexter, que parece agotar cualquier otra posibilidad de profundidad a la hora de abordar tal temática. Pero Manuel Martín Cuenca, cineasta de personajes, sale airoso de la ecuación gracias a su forma pudorosa, casi poética, de acercarse a ese sastre surgido del relato corto de Humberto Arenal. El Carlos de Caníbal es, como el vigilante de la salina de La mitad de Óscar, un ser de distante hieratismo que esconde tras su silencio un misterio interior indescifrable (aunque en este caso, y contrariamente al de su anterior película, conocemos desde el principio su secreto). Así, a través de un acertadísimo uso de la elipsis, de un tono gélido por el que asoman ápices de calidez, de una intriga policíaca enraizada en la pura cotidianidad y de algunas notas de sutil humor negro, Manuel Martín Cuenca nos va descubriendo poco a poco a su caníbal. Personaje cuyo fascinante crescendo emocional se estructura a partir de una contenida pero emotiva historia de amor que crece en el silencio. De modo que, el que en un principio parecía ser la quintaesencia del psicópata insensible, acaba desvelándose como una criatura capaz de amar y también de llorar, como prueba definitiva e irrefutable de su triste, atrofiada humanidad.  

Le week-end. El viaje como final

El viaje ha sido a lo largo de la historia del cine uno de los grandes recursos de sublimación de la vida en pareja. El reencuentro entre dos cónyuges separados por los quehaceres de la vida cotidiana conllevaba la necesidad de enfrentarse a una crisis hasta el momento latente. Es el caso de esa trágica noche en el hotel que Jessie y Celine se ven obligados a pasar en Antes del anochecer, símbolo de un romanticismo caduco. O del viaje del matrimonio inglés a tierras italianas donde Rossellini enfrentaba a sus protagonistas con las ruinas (reales y metafóricas) de su amor convaleciente.
Pero no es sobre el fin del amor sobre lo que versa la última obra de Roger Michell sino sobre las extrañas formas en que este muta con el paso del tiempo. Lo más sorprendente en el retrato que Le week-end hace de ese viaje de una pareja a punto de adentrarse en la tercera edad es la absoluta sinceridad con que se tratan ambos personajes entre ellos. Una sinceridad que nos acerca y a la vez nos aleja de su tragedia, pues a pesar de los constantes ataques que sufren el uno por parte del otro, es la absoluta verbalización de los mismos los que imposibilitan de algún modo su crisis: pues esta nace, como en los casos citados de Antes del anochecer y Viaggio in Italia, de los rencores guardados en el silencio. Así pues Le week-end sería algo así como una película sobre la crisis de la crisis de pareja, y nos transmite que en definitiva lo único que queda es, como en Venus, aceptar y reírse de la propia ridiculez.

A pesar que por momentos parece que el film no aporta nada nuevo a esta especie de subgénero tragicómico de los viajes conyugales, y aunque su guión en ocasiones parezca haber perdido el norte (esa fiesta inesperada), Le week-end contiene en el fondo una segunda lectura que va mucho más allá de la aparente ligereza del conjunto. El hecho es que la película de Michell no muestra todas sus cartas desde el principio. Lo que en un primer momento se presentaba como un retrato cómico sobre el (des)amor, acaba por subvertir las bases de ese mismo tipo de films para desvelarnos que el viaje de esos personajes que bailan su desventura (con guiño cinematográfico incluido) tiene lo mismo de suicida que aquel que hizo Nicholas Cage hacia Las Vegas.  

Like father, like son. El significado de la paternidad

¿Quién es mi hijo? A partir de esta pregunta fundamental estructura Koreeda una telaraña de ideas que acaban por conformar su personalísimo mosaico sobre los conflictos de la paternidad. A pesar de la importancia de la figura filial en el film, no es Like father, like son una película sobre la infancia como compleja etapa de incertidumbre (como lo serían sus anteriores y aclamadas Nadie sabe o Kiseki), ni tampoco una historia sobre los grandes conflictos paterno-filiales plasmados en sus problemas generacionales y errores trágicos. Al contrario, los niños adquieren en la película un carácter especular, convirtiéndose en una especie de tabla de pruebas en que se pone en juego la estabilidad y la entereza de la figura paterna (de ahí la importancia de la pregunta inicial), criatura única cuyo misterio pretende desentrañar el director. Así, a través de la historia de unos padres que descubren tras seis años de crianza que el hijo que creían suyo no lo es en realidad, Koreeda lanza una serie de cuestiones alrededor del tema planteado que tienen tanto de acierto como de complejidad.
¿Cuándo se convierte un padre en padre? ¿Con quién debería éste quedarse: con su hijo natural o con el que creyó y crió como suyo a lo largo de seis años? ¿Es un padre capaz de aceptar el fracaso de un hijo al que ha educado a su imagen y semejanza? No pretende el director japonés dar una respuesta inequívoca a sus interrogantes, tan sólo exponer el proceso emocional de sus personajes alejándose del didactismo fácil. A través de una sorprendente falta de condescendencia con su protagonista, personaje distante con que el espectador no encuentra forma de pactar emocionalmente (ni desde la sensibilidad ni desde la malicia), Koreeda persigue el proceso de aprendizaje de un padre que acaba por desvelarse mucho más inmaduro que su propio hijo. Subvierte así una concepción universal de la jerarquía paterno-filial y, en su impecable visión de la complejidad infantil, termina por alertarnos que en ocasiones los adultos tienen también mucho que aprender de los niños, generalmente relegados como figura psicológicamente inferior.

En Still Walking, el director nipón tomó el cine de Ozu como gran referente a la hora de elaborar un melodrama familiar en que a partir de la especialidad de la tradición japonesa pudiese aflorar la universalidad de los conflictos sanguíneos. En Like father, like son, aunque con una influencia mucho menos acusada de aquél, busca igualmente sonsacar la emoción del gesto puramente cotidiano. La película se estructura así con una concatenación de pedazos de vida dotados de una poesía naturalista, una cuidadísima puesta en escena y unas exquisitas notas de humor. En la misma línea del retrato contemporáneo de Japón, la última película de Koreeda elabora también un discurso sobre las clases sociales a partir de la contraposición entre esas dos familias (una de clase media-alta y otra de clase media-baja) cuyos hijos intercambiados son símbolos de dos formas de educación contrarias. Sin caer en el maniqueísmo en que se desvela la podredumbre de los ricos y la felicidad natural de los más humildes, la grandeza de Koreeda reside en su pericia a la hora de elaborar un discurso social sin apenas mencionarlo y sin juzgar a sus personajes. El resultado es una película que es reflejo de la finísima sensibilidad de un director capaz de casar la tradición con la universalidad, la tristeza con el humor, la contención con el sentimiento y el dolor con la esperanza.  

Enemy. La identidad en crisis

Un profesor universitario de existencia gris descubre una noche que existe otro hombre físicamente idéntico a él. El fantasma contemporáneo de la crisis identitaria encuentra a partir de este punto de partida un nuevo y personal acercamiento en Enemy, quinta película de Dennis Villeneuve. Es curioso observar que ya en el título del film, menos descriptivo y más ambiguo que el de la novela en que se basa (El hombre duplicado), el autor plantea ya algunas de las preguntas que propone a lo largo del metraje. ¿Quién es ese enemigo del que nos habla el título? ¿Acaso lo es el doble de nuestro protagonista? ¿Y no es ese doble, precisamente, una escisión de él mismo?
En el 1997, David Lynch ideó el fracasado personaje de Fred Madison, incapaz de complacer a su mujer, y lo contrapuso con el joven mecánico que vivía un apasionado romance con una femme fatal de idéntico rostro, para finalmente descubrirnos que ambos eran una cara de la misma moneda. De la misma manera, los protagonistas de Enemy son enemigos y a la vez la misma persona, siendo cada uno de ellos el cuerpo en que se exorcizan los deseos infranqueables y las frustraciones del otro. En este sentido, la figura de la mujer, al ser extensión amorosa y vital de ambos personajes, adquiere igualmente una importancia simbólica esencial. Partiendo de la idea lynchiana de la rubia como figura fantasmal y la morena como signo inequívoco de vida, Villevenue lleva a cabo en Enemy una interesante reformulación de tal concepción. Así pues, las mujeres de ambos protagonistas, rubias y etéreas, pasan a convertirse en objetos fantasmales en tanto que figuras de la frustración sexual (a las que se ven incapaces de amar y satisfacer). La mujer morena, por su lado, en vez de ser un personaje de salvación amorosa se transfigura en la terrorífica imagen de la araña: metáfora última del deseo y de la tentación más oscura, así como de la muerte misma. Villenueve nos introduce pues en una nueva dimensión desoladora sobre la imposibilidad de la felicidad en las relaciones sentimentales: pues cuando la mujer es real no puede ser amada, y cuando es deseada no puede ser real.
El director canadiense bucea en los deseos y frustraciones de la identidad en crisis través de esas dos figuras contrapuestas que son el profesor universitario y el actor de poca monta (profesión del desdoblamiento identitario por excelencia). Pero alejado del estilo fantástico de su referente, el director canadiense nos instala en su personal atmósfera gélida realista salpicada por constantes elementos oníricos. Así, crea un clima de contenido malestar, alimentado por los tonos sepia de una ciudad fantasmal, por la música escasamente melódica y por unos primeros planos angustiosos que se acercan al protagonista y lo aíslan del mundo que lo rodea.

Como los personajes kafkianos de El castillo y El proceso, los dos protagonistas de Enemy se encuentran atrapados en un mundo paradójico que sin embargo, se aleja del más allá fantástico de Lynch para adquirir las formas de una fría metrópolis contemporánea. Así, como ocurría con los viajes en el tiempo de los científicos de Primer, el recorrido vital de los protagonistas de Enemy tiene tanto de existencialista como de suicida, y en su gélido e inquietante caos se refleja la extraña, tristísima e inevitable tragedia del ser humano.