En
sus recientes declaraciones sobre Gravity,
Alfonso Cuarón afirma que Un
condenado a muerte se ha escapado
es el gran referente de su último milagro cinematográfico. Y es
que, a pesar de la aparentemente irónica comparación entre la
bressoniana historia de un encarcelado y la de dos astronautas en
medio de una misión estelar, existe en ambos films un significado
profundo que los hermana. Los muros de una cárcel nazi o la
apabullante inmensidad espacial, ambos son, en el fondo, elementos de
encierro de sus personajes, que se ven obligados a luchar contra las
adversidades en una odiseica aventura sin retorno. Filmado a medio
camino entre la narrativa paramétrica bordwelliana y la
manifestación más sublime de la demiurgia de Kubrick, el viaje de
los astronautas de Gravity
tiene lo mismo de adrenalínico que de espiritual y metafórico.
Los
obsesivos y preciosistas planos-secuencia con que Cuarón se enfrenta
a su aventura galáctica, poseen tanta hermosura como significado. La
cámara persigue a sus personajes, gira con ellos, es golpeada y
sacudida en una especie de vals ritual que convierte al espectador en
el tercer astronauta de la misión, en la que es la mayor experiencia
sensorial fílmica que haya visto el ojo humano hasta el momento. A
través de una suerte de megalómano hiperrealismo con ilusión de
tiempo real, Cuarón consigue sublimar en sus imágenes la belleza en
estado puro, y deja, en especial, dos místicas visiones para la
posteridad en las que se encierra el significado último del film. Es
a partir de esos dos momentos (la astronauta despojada de traje en
posición fetal y los pies que andan como por primera vez) que Cuarón
estructura su mensaje darwiniano sobre la evolución. Como el
astronauta de 2001: Una odisea en el espacio, la científica de
Gravity sufrirá una odisea vital, que es la odisea misma del hombre,
en cuya lucha a corazón abierto contra la naturaleza (lo que en
2001 era la máquina) se convertirá en una criatura que se encuentra
por encima de nuestra especie.
Sin
embargo, donde Kubrick fue gélido, trágico y cerebral, Cuarón
intenta adornar su historia con pinceladas de emoción que no acaban
de encajar. En un deseo de ser tan espectacular como psicologista,
el director mejicano dibuja a sus personajes con unos trazos
demasiado gruesos, resultando en dos arquetipos escasamente
convincentes (una mujer de justificaciones psíquicas algo fáciles y
un hombre en que se encarna un extrañante humor marvelita). El hecho
es que, como ya observamos en Hijos de los hombres, Cuarón funciona
más cuando abandona a sus personajes a la deriva (sorprendente como
rodó en su anterior film la muerte de dos de sus personajes) que
cuando intenta extraer de ellos una emoción efectista. Llevando tal
idea a su extremo, bien podría ser Gravity una película plenamente
deshumanizada, cuyos protagonistas no fueran más que unas
bressonianas tablas inexpresivas desprovistas de todo rasgo de
personalidad. Porque la fuerza de su propuesta nace de la
universalidad de un significado simbólico que se construye a partir
de las imágenes y que va más allá de cualquier especificidad
psicológica. De tal afirmación surge la paradoja final de la
película: blockbuster demiúrgico falto de cierta marca autoral, que
adquiere a su vez las formas casi minimalistas de un cine que
devuelve a la imagen toda su fuerza de significado autónomo.
Imágenes que Cuarón concibe como creadoras de realidades más
grandes que la vida misma, en las que esgrime una épica visual
grandiosa que no puede ser de este mundo.