lunes, 24 de marzo de 2014

Caníbal. El deseo del caníbal


En el libro Obsesión es Buñuel Antonio Castro afirmaba que el cine del director aragonés era “un cine de la imposibilidad de consumar actos”. Los deseos frustrados de aquellos personajes, de carácter obsesivo y enfermizo, se veían transmutados en tendencias necrofílicas y soluciones onanistas. Ambas propensiones se encarnan en la nueva y fascinante criatura surgida de la última obra de Manuel Martín Cuenca: ese sastre metódico, puntilloso e impasible que asesina a mujeres para devorarlas después. Como los oscuros protagonistas de Él o Belle de jour, el Carlos de Caníbal observa desde el silencio los movimientos de sus víctimas en esa especie de fiebre onanista citada. Pero el director andaluz va más allá y propone la idea de la fagocitación caníbal como sublimación última del deseo malogrado de su protagonista (cuya atracción por las mujeres que asesina, por motivos que no nos son revelados, no puede ver satisfecha), derivando en una inquietante y buñueliana asociación entre sexo y muerte. La frustración del sastre de Caníbal surge de un miedo incontrolable hacia el objeto de deseo que es la mujer. Por ello, la obra presenta el asesinato como única forma de superar ese temor a una feminidad a la que se anhela a la vez que no se comprende (tema que parece haberse convertido ya en una constante en los films presentados en el festival).
En relación con el tema de la mujer y su visión en San Sebastián, cabe hablar de nuevo (tras la magnífica y delirante Enemy) de la dualidad en el film entre la rubia y la morena. La elección por parte de Manuel Martín Cuenca de presentar en su película a dos hermanas caracterizadas por tal contraposición, y de escoger a la misma actriz para interpretar ambos papeles, hace necesario hablar de la Laura Palmer y su idéntica y morena prima en Twin Peaks. Como ya podemos entrever al recordar la obra de Denis Villeneuve, la figura de la rubia encarna en Caníbal al personaje fantasmal, a la muerta, a la mujer que queda en el mundo de las ideas y por la que se siente un deseo que nunca se puede ver satisfecho. La morena, por su lado, que en esta ocasión adquiere los rasgos idénticos de la anterior, se convierte en una especie de retorno de la mujer deseada (esa que provoca tanta confusión al James de Twin Peaks) con la que por primera vez el amor es posible.

De alguna forma, Caníbal nace de la interrogación de cómo enfrentarse a la figura del psicópata tras la complejidad psicológica expuesta en la serie Dexter, que parece agotar cualquier otra posibilidad de profundidad a la hora de abordar tal temática. Pero Manuel Martín Cuenca, cineasta de personajes, sale airoso de la ecuación gracias a su forma pudorosa, casi poética, de acercarse a ese sastre surgido del relato corto de Humberto Arenal. El Carlos de Caníbal es, como el vigilante de la salina de La mitad de Óscar, un ser de distante hieratismo que esconde tras su silencio un misterio interior indescifrable (aunque en este caso, y contrariamente al de su anterior película, conocemos desde el principio su secreto). Así, a través de un acertadísimo uso de la elipsis, de un tono gélido por el que asoman ápices de calidez, de una intriga policíaca enraizada en la pura cotidianidad y de algunas notas de sutil humor negro, Manuel Martín Cuenca nos va descubriendo poco a poco a su caníbal. Personaje cuyo fascinante crescendo emocional se estructura a partir de una contenida pero emotiva historia de amor que crece en el silencio. De modo que, el que en un principio parecía ser la quintaesencia del psicópata insensible, acaba desvelándose como una criatura capaz de amar y también de llorar, como prueba definitiva e irrefutable de su triste, atrofiada humanidad.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario