En
el libro Obsesión es Buñuel Antonio Castro afirmaba que el cine del
director aragonés era “un cine de la imposibilidad de consumar
actos”. Los deseos frustrados de aquellos personajes, de carácter
obsesivo y enfermizo, se veían transmutados en tendencias
necrofílicas y soluciones onanistas. Ambas propensiones se encarnan
en la nueva y fascinante criatura surgida de la última obra de
Manuel Martín Cuenca: ese sastre metódico, puntilloso e impasible
que asesina a mujeres para devorarlas después. Como los oscuros
protagonistas de Él o Belle de jour, el Carlos de Caníbal observa
desde el silencio los movimientos de sus víctimas en esa especie de
fiebre onanista citada. Pero el director andaluz va más allá y
propone la idea de la fagocitación caníbal como sublimación última
del deseo malogrado de su protagonista (cuya atracción por las
mujeres que asesina, por motivos que no nos son revelados, no puede
ver satisfecha), derivando en una inquietante y buñueliana
asociación entre sexo y muerte. La frustración del sastre de
Caníbal surge de un miedo incontrolable hacia el objeto de deseo que
es la mujer. Por ello, la obra presenta el asesinato como única
forma de superar ese temor a una feminidad a la que se anhela a la
vez que no se comprende (tema que parece haberse convertido ya en una
constante en los films presentados en el festival).
En
relación con el tema de la mujer y su visión en San Sebastián,
cabe hablar de nuevo (tras la magnífica y delirante Enemy) de la
dualidad en el film entre la rubia y la morena. La elección por
parte de Manuel Martín Cuenca de presentar en su película a dos
hermanas caracterizadas por tal contraposición, y de escoger a la
misma actriz para interpretar ambos papeles, hace necesario hablar de
la Laura Palmer y su idéntica y morena prima en Twin Peaks. Como ya
podemos entrever al recordar la obra de Denis Villeneuve, la figura
de la rubia encarna en Caníbal al personaje fantasmal, a la muerta,
a la mujer que queda en el mundo de las ideas y por la que se siente
un deseo que nunca se puede ver satisfecho. La morena, por su lado,
que en esta ocasión adquiere los rasgos idénticos de la anterior,
se convierte en una especie de retorno de la mujer deseada (esa que
provoca tanta confusión al James de Twin Peaks) con la que por
primera vez el amor es posible.
De
alguna forma, Caníbal nace de la interrogación de cómo enfrentarse
a la figura del psicópata tras la complejidad psicológica expuesta
en la serie Dexter, que parece agotar cualquier otra posibilidad de
profundidad a la hora de abordar tal temática. Pero Manuel Martín
Cuenca, cineasta de personajes, sale airoso de la ecuación gracias a
su forma pudorosa, casi poética, de acercarse a ese sastre surgido
del relato corto de Humberto Arenal. El Carlos de Caníbal es, como
el vigilante de la salina de La mitad de Óscar, un ser de distante
hieratismo que esconde tras su silencio un misterio interior
indescifrable (aunque en este caso, y contrariamente al de su
anterior película, conocemos desde el principio su secreto). Así, a
través de un acertadísimo uso de la elipsis, de un tono gélido por
el que asoman ápices de calidez, de una intriga policíaca enraizada
en la pura cotidianidad y de algunas notas de sutil humor negro,
Manuel Martín Cuenca nos va descubriendo poco a poco a su caníbal.
Personaje cuyo fascinante crescendo emocional se estructura a partir
de una contenida pero emotiva historia de amor que crece en el
silencio. De modo que, el que en un principio parecía ser la
quintaesencia del psicópata insensible, acaba desvelándose como una
criatura capaz de amar y también de llorar, como prueba definitiva e
irrefutable de su triste, atrofiada humanidad.
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